El Tabaco era antes gente, le gustaban los cuentos, cuando oía hablar en una casa se arrimaba a la pared.
Por eso la “Madre” hizo que creciera Siempre al rededor de las casas, cerquita a la pared. Allí puede escuchar también.

“Abuela Amtokatl.”

 

El tabaco es una planta originaria de América que el resto del mundo no conocía hasta 1492. Las culturas en general desarrollan modos particulares de relación con lo que los rodea, apropiándose de los recursos de los que disponen para reinventar el mundo.

En el caso del tabaco, la planta tiene una larga tradición de uso ritual en las distintas culturas mesoamericanas. Desde poderes místicos hasta de curación se adjudicaron a las hojas de tabaco, que fueron usadas para ser quemadas a manera de incienso en los rituales (el humo se aspiraba durante la ceremonia) y también como ungüentos para aliviar dolores y cicatrizar heridas.

También se creía que el tabaco tiene la propiedad de hacer visibles a los espíritus internos a través del humo, por lo que era muy usado en ceremonias de ofrenda y sanación.

La flor de tabaco que contiene nicotina (nicotiana tabacum) estaba catalogada como una planta estimulante, aunque hay otra especie de tabaco llamada tabaco salvaje o yetl ( nicotiana rustica) que es un potente alucinógeno y estupefaciente. El estudio de éstas y otras plantas consideradas mágicas y sagradas dio origen a numerosos hallazgos en la botánica, la farmacología y el nacimiento de una especialidad que estudia los efectos sicológicos del uso de estas poderosas sustancias.

Todo lo que rodea a esta planta se convierte en rito, ya sea como parte de alguna antigua celebración indígena o envuelta en la solemnidad con la que el amante del cigarro lo enciende, le da la combustión justa y disfruta de cada fumada.

Incluso los procesos de siembra, recolección y secado del tabaco tienen un halo ceremonioso, que se refleja en el cuidado y la parsimonia con la que los campesinos se dedican a esta labor y de las torcedoras, aquellas mujeres que arman los puros, escogen y envuelven cada hoja con delicadeza.

En Piedecuesta, Santander, un municipio que depende de la mata de tabaco.
De tierras cálidas, semidesérticas, entre los 25 y 30 grados centígrados, proviene la hoja sagrada. Los indios la utilizaban en sus ceremonias religiosas para entrar en contacto con los dioses y como medicina, ya fuera como antídoto para el veneno de las serpientes, antitetánico o narcótico.

A la llegada de los españoles, el producto ritual se convirtió en negocio y en 1776 la Corona monopolizó el comercio de la hoja. Así comenzó la economía del tabaco: los altos impuestos que exigía el gobierno hicieron que Manuela Beltrán -una tabacalera- diera el famoso grito comunero en 1781: “Viva el Rey y muera el mal gobierno”.

En el siglo XIX se abolió el monopolio estatal y las empresas privadas comenzaron a producirlo a gran escala, tanto, que llegó a ser la base de la economía en esta época. La bonanza finalizó con el siglo, los impuestos aumentaron, el contrabando se convirtió en sinónimo de tabaco, los terratenientes abandonaron la hoja y el cultivo quedó en manos de pequeños agricultores.

La crisis se agudizó con el paso del siglo XX. Desde los 90, la zona del país cultivada de tabaco se ha reducido y los precios ya no son tan favorables. Sin embargo, según el Observatorio Agrocadenas del Ministerio de Agricultura, sólo en Santander, unas 20.000 personas viven de la industria. Las plantas crecen en fincas familiares. Allí mismo están los caneyes, especies de bodegas en donde las hojas se ponen a curar. El campesino aprieta el tabaco entre sus dedos y siente que es el momento. La hoja verde y fresca que entró al caney sale café y llena de aromas que harán las delicias de los fumadores.